El caso de los verduleros

La verdulería de Santoro. Av. Francia y Riobamba. Barrio Parque

—Criaste tres monstruos, Roberto – le gritó Leda Giménez casi sin voz. Ya habían pasado tres días del sábado 5 de junio, y ante las cámaras de Canal 5 que transmitían en vivo desde la verdulería, la mujer increpó llorando al padre de los hermanos Santoro. (Este texto forma parte de la publicación Crónicas Primarias,  UNR Editora. Rosario, diciembre de 2012).Florencia Coll*

Suena el timbre de la casa de dos plantas del pasaje Coffin 3036. Son las dos y media de la tarde del sábado 5 de junio de 2010. La vereda está tapizada de hojas de plátano. Federico Santoro no escucha y sigue durmiendo. Cristian, su hermano, se levanta de la cama, abre la ventana y mira hacia abajo. Ve a varias personas, entre ellos a un policía.

—Te quisieron entrar a robar. Bajá –le dice un policía. Cristian se cambia rápido: jogging azul y un buzo.

Toma el celular, los cigarrillos y 200 pesos que guarda en toquitos en la mesa de luz. Se acuerda que ya le habían robado “de caño” dos veces en un año. Baja la escalera apurado, ni se ata las zapatillas, y sale hacia la esquina de avenida Francia, donde está el local. Lo esperan los policías, entre ellos el jefe de la comisaría 5ª, Silvio Marciani.

—¿Me rompieron algo? –pregunta, mirando la entrada del autoservicio que regentea con su hermano Federico.

—No, no pasa nada –respondió Marciani. En menos de un segundo, dos hombres le ponen las manos en la cabeza y lo colocan contra la pared. Ahí empezó la pesadilla.

—Aparecen seis tipos más de civil. Yo a todo esto no tenía ni idea qué pasaba. Lo primero que se me vino a la cabeza fue estos tipos me vienen a chorear. No entendía, el negocio estaba cerrado –recuerda Cristian tres meses después, ya en libertad.

*

Está apoyado en los cajones de verdura que su hermano Federico va descargando del camión.

—Al principio como estaban casi todos de civil y eran como diez, pensé que me querían secuestrar –dice.

Cristian recuerda con claridad el día de la detención, el forcejeo con los ratis que querían esposarlo. Lo golpes para maniatarlo, su resistencia y el intento por defenderse.

—¡Hernán, Hernán! ¡Llamá a la policía! Así le gritaba al vecino de enfrente. ¿Y yo que sabía? Si ni siquiera se habían identificado. Me tiraron al piso y me siguieron pegando. Nunca se identificaron–. Cristian recuerda esos minutos con precisión.

—Calláte la boca, vos estás arrestado –le ordenó el jefe.

—Ma que arrestado, vos estás confundido. ¿Yo qué hice?.

No hubo respuestas. Lo esposaron y después de diez minutos en el piso, lo subieron a la camioneta de la policía. Le secuestraron el reloj, el celular, los 200 pesos que tenía en el bolsillo y los 17.357 que guardaba en su mesita de luz. Billetes de $10, en tocos de cien, y de $100, en tocos de mil. Así los ordena desde hace años.

La policía había hecho “tareas de inteligencia previa” en la zona. Policías de civil merodeaban en diferentes horas las calles del barrio Parque y estudiaban los movimientos de los hermanos Santoro. Hasta alquilaban una canchita de fútbol 5 donde los verduleros solían jugar. Desde la camioneta, donde permaneció al menos dos horas, Cristian le pedía a su vecino Hernán que llamara a su viejo.

—Mi hermano seguía durmiendo. Querían las llaves de mi casa. Me las sacaron y recién cuatro horas después me dijeron que estaba acusado de homicidio.

Los ocho vehículos destinados al operativo atravesaron el Parque de la Independencia que separa el barrio de la comisaría 5ª. Cristian quedó detenido. Antes, lo desnudaron, lo revisaron y le sacaron las fotos de rutina.

—Que el juez me atienda ahora. Quiero irme –pidió sin éxito apenas llegó a la seccional.

A Federico lo despertaron los policías que revisaban la habitación. Entre los objetos que se llevaron los oficiales, había una pistola Galan calibre 22.

Al mismo tiempo, a diez kilómetros de Rosario, en la avenida Eva Perón al 1810 de Villa Gobernador Gálvez, detuvieron a un tercer hermano: Martín Santoro. Cuatro autos de la pesquisa lo siguieron cuando salió de la verdulería del padre. El mayor de los hermanos cargaba varios bultos en su camioneta tipo furgón Mercedes Benz Sprinter blanca que aún tiene una abolladura en el lateral derecho. Las bolsas de consorcio que estaban sobre los cajones de verduras contenían instrumentos musicales, teléfonos celulares, cinco chips de distintas compañías, alhajas de valor y de fantasía, licencia de conducir y DNI a nombre de Martín Santoro, dos pares de zapatillas Topper número 42, 1.770 pesos discriminados en 17 billetes de $100, dos de $10 y uno de $50, un par de guantes descartables y una caja amarilla y negra repleta de cartuchos 9 milímetros. En otras cajas más pequeñas había cuadernos escritos, una billetera, una tarjeta de crédito a su nombre, el detalle de un Home Theatre Samsung a nombre de Natalia Luchetta, que había adquirido en Falcone Hogar de esa localidad y un llavero con un elefante de peluche.

Los tres hermanos no se cruzaron en la comisaría. Al caer la tarde, fueron trasladados a la alcaidía. El penal ubicado en el extremo sur de avenida Francia es lindero a la jefatura de policía de Rosario, ocupa media manzana y se construyó hace cinco años.

*

Los hermanos verduleros llegaron esposados en distintos móviles policiales. Los autos se detuvieron en la guardia y luego dejaron atrás el paredón de hormigón cubierto de alambres de púa en espiral. Seguían incomunicados, pero sabían que estaban juntos. Pasaron la noche en distintas celdas individuales de ingreso. Cristian en la seis, Federico en la ocho y Martín en la doce. Recostados en chapones sin colchón y provistos de un inodoro de acero sin agua. No pegaron un ojo en toda la noche. Recién tres días después, el martes 8 fueron trasladados a tribunales para declarar. Era la primera vez que estaban detenidos.

—Ahí me dicen que estoy acusado por el crimen de Susana García –dice Cristian, que acaba de cumplir 31.

La sumariante le dijo que su padre había contratado a un abogado.

Podía aceptarlo o quedarse con un defensor oficial.

—Después me trataron mejor. Y la jueza, la verdad, un espectáculo. Yo tenía otra idea.

Lo que no les dijeron a los hermanos verduleros es que a partir de ahí quedarían en la mira por una saga de crímenes de abuelos. La mayoría mujeres ancianas, vecinas de barrio Parque, donde ellos nacieron, se criaron y hasta ese día estuvieron al frente del local junto a Roberto, su papá, llevando pedidos hasta más allá de la puerta de las víctimas.

*

Todavía no llegó la primavera. Ya pasaron tres meses de la tarde amarillenta y fría en la que medio centenar de policías rodeó una manzana de barrio Parque para detener en un operativo casi cinematográfico a dos de los tres hermanos Santoro. Es lunes, el barrio es puro silencio. Los pájaros están escondidos por la tormenta que amenaza con desatarse. Puertas adentro, el temporal es más fuerte. El viento lleva y trae el rumor y las conjeturas sobre las víctimas que podrían haber sido pero no fueron. Los vecinos están de acuerdo en una sola cosa: quieren bien lejos a los hermanos verduleros.

Las veredas de casas bajas y prolijas están repletas de plátanos y palos borrachos que en ese otoño también florecieron de lila y rosado. Ubicado entre las vías del ferrocarril Belgrano, Ovidio Lagos, 27 de Febrero y avenida Presidente Perón, ex Godoy, barrio Parque supo ganarse el mote de barrio de trabajadores desde principios de siglo pasado cuando los primeros ingleses empleados del ferrocarril comenzaron a asentarse en la ciudad. Hoy, esas construcciones con aire inglés que parecen haber sido diseñadas como un conjunto, se reciclaron y pierden de a poco algunos rasgos tradicionales. Igual, predominan todavía los ventanales verticales y las tejas coloradas en medio de cortadas y pasajes.

Se empezó a levantar entre 1924 y 1929 cuando se aportaron créditos para la construcción de cientos de viviendas similares y la constitución de un nuevo modelo de hábitat urbano de producción. Fue proyectado en esos años por el arquitecto Hilarión Hernández Larguía, generó una transformación de la vivienda con el patio como elemento estructurador. No es el más antiguo de los grupos de viviendas colectivas que se construyeron en la ciudad, pero sí, por su carácter, estructura arquitectónica, tipología y permanencia, uno de los barrios más singulares de Rosario.

Su población está compuesta por familias de clase media y personas mayores, que en muchos casos quedaron solas. Las otras generaciones, las más jóvenes ya se han ido. Sólo vuelven cada tanto y de visita a lo de sus padres o abuelos ya muy grandes.

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—Criaste tres monstruos, Roberto –le grita Leda Giménez casi sin voz. Ya habían pasado tres días del sábado 5 de junio, y ante las cámaras de Canal 5 que transmitían en vivo desde la verdulería, la mujer increpaba llorando al padre de los hermanos Santoro.

Susana García de Giménez, la madre de Leda, apareció muerta el 27 de mayo de 2010 en su chalet de Riobamba 3036, a metros de la verdulería. La encontraron en el suelo con un golpe en la cabeza, un cable de teléfono atado al cuello y al picaporte de la puerta de la cocina.

Leda y sus dos hermanos hace años que no viven en Rosario. Ese día, el 8 de junio, los llamaron de la comisaría 5ª. Había varios objetos que ellos quizás podían identificar. Estaban acomodados en un viejo sillón marrón cobrizo de tres cuerpos y en la mesa ratona del despacho del comisario. Después de unos segundos de silencio, rompieron en llanto. No había dudas. Ahora sí estaban convencidos: “Los verduleros mataron a mamá”, dijo Leda. Acababan de reconocer varios elementos clave secuestrados a Martín Santoro en los allanamientos: un reloj antiguo con engarces de oro y varios perfumes. Al Givenghy Very Irresistible le faltaba un cuarto, y el Eau de toilette pour homme estaba casi completo. También las cadenitas y los tres frascos de cremas Anew Alternative Intensive Age de Avon. Esas pruebas, para Leda, eran definitivas. Sabía que  los perfumes a medio terminar eran de su madre. Adrián, su hermano, se los había traído del free shop de Ezeiza al regreso de un viaje.

El despacho del juez de turno Juan Dónnola, que ordenó los allanamientos, ese fin de semana había acumulado otros objetos: un acordeón verdulera marca Hohner, un piano Cassio, una pandereta de 10 pulgadas MXP, un micrófono con cable Embao y un equipo de música Phillip. Todo perteneciente a un locutor radial de Zavalla, José Savini, de 74 años, asesinado a puñaladas unas semanas antes. Había un anillo y cadenitas de oro, aros de perlas de fantasía y un reloj antiguo de mano con las iniciales CL en la carcaza que pertenecía a Concepción Lavore, de 73, otra anciana que el 19 de febrero de 2010 había aparecido muerta con una bolsa de nylon en la cabeza en su casa de Suipacha 2124 a unas tres cuadras de la de Susana.

También había testigos que reconocieron la camioneta de Martín Santoro. En la madrugada del 13 de mayo, día del asesinato de Savini, la Mercedes Benz Sprinter marchó varias horas por Zavalla. También fue vista en esa ciudad el 19 de abril, cuando era abordada por hombres que acababan de asaltar el supermercado de Domingo Perruggini, en Güemes 3271, de donde se llevaron 20 mil pesos y alhajas.

*

—Llegaron las escuchas –le dijo el empleado judicial a los abogados de la defensa de dos de los acusados por encubrimiento agravado.

Las dos cajas de diez TDK estaban en uno de los escritorios del Juzgado de María Luisa Pérez Vara. Eran las 11 y la jueza aún no había llegado. El abogado apuró el trámite y pidió un grabador.

—Un doble cassettera. Así llevamos la copia.

—No. Acá no hay.

Las escuchas telefónicas ordenadas a fines de mayo por el mismo juez que aceleró los allanamientos, Juan Dónnola, se registraron en una de las sedes de la Side. Tenían la presunción de un nuevo golpe a un anciano de barrio Parque. Tanto los abogados de la querella como los de la defensa de los imputados se tuvieron que conformar con los archivos mecanografiados en Word y guardados en diskette por la Dirección de Observaciones Judiciales de la policía. Eran casi veinte horas de conversaciones de algunos de los principales imputados. Para algunos investigadores, lo que motivó el despliegue de 50 policías de Orden Público, Unidades Especiales, Inspección 3ª y 5ª y las comisarías 5ª y 31ª de Zavalla, fueron dos llamados anónimos a la seccional 5ª.

Al día siguiente del asesinato de Susana García de Giménez, del otro lado de la línea se escuchó: “Soy vecina del barrio, no quiero dar mi nombre por miedo. Hablo por la muerte de la señora de calle Riobamba. Ustedes saben quiénes fueron. Uno de los que entró a la casa se llama Martín, es el hijo del verdulero de Francia y Riobamba, de la casa se llevaron 500 pesos y las llaves”. Entró otro más. “Ese Martín ya mató a otra gente y robó por la zona varias veces. Entró a la casa porque era conocido de la mujer y le doy el teléfono de Martín 156 852…”. El 1º de junio a la misma hora se recibió otra llamada. “¿Por qué tardan tanto?”, preguntó la voz anónima que esta vez ofreció otro número telefónico y detalló que el dinero robado a la anciana era para un viaje a Buenos Aires.

En los pasillos judiciales ya circulaban otras hipótesis: se sospechaba que varios ex policías asociados con civiles y agentes en actividad, junto a los Santoro, hubieran conformado una asociación ilícita. Y alguien había filtrado datos para que cayeran los hermanos verduleros.

Según consta en los expedientes, en el caso del asesinato de Savini, el locutor de Zavalla, existen detalles para pensar en la conexión de una supuesta banda.

Las transcripciones de llamadas telefónicas del celular de Martín Santoro aportan diálogos con un tal Pablo (muy probablemente Pablo Rojas) los que resultan altamente sugestivos en referencia al hecho de Zavalla, a la vinculación con lo de “una Vieja” y la tranquilizante reflexión de “no tienen nada”. Tanto Pablo Rojas, como el policía Víctor Vargas –pasado a disponibilidad por un ilícito en 2005– apenas fueron mencionados por los investigadores.

Se libraron órdenes de captura, aunque no se los buscó con mucho empeño: ni siquiera se reprodujeron fotografías o datos de los prófugos.

*

Para el verdulero Roberto Santoro, los 35 años de confianza con sus clientes se desvanecían. La hostilidad de los vecinos empeoraba a medida que los casos ganaban espacio mediático. Enfurecidos pedían más seguridad en la zona y la expulsión de los Santoro del barrio. “Verduleros asesinos. Fuera de acá”, escribían en alguno de los frentes de los cuatro comercios del padre de los acusados. De madrugada, apenas se enteraba de pintadas difamatorias, Roberto salía a borrarlas con pincel y un balde de látex.

Los vecinos desde el 2004 habían comenzado a reunirse con más frecuencia. Primero en la Vecinal. Luego por disputas, el grupo se redujo a una asociación: “Vecinos de barrio Parque en alerta” y las reuniones pasaron a la biblioteca popular Francini Herrera.

Pegaban carteles con la consigna “Atención: Vecinos de barrio Parque en alerta. Si ves una cara extraña, avisa a la vecinal”. Ahora esos carteles desaparecieron. Hay otros. Son autoadhesivos tamaño A4, blancos, con letras roja en imprenta que se multiplican sobre las puertas de las viviendas. “Denunciaremos toda actividad o persona sospechosa a la seccional policial y comando radioeléctrico. Comisión Coordinadora. Vecinosbparque@yahoo.com.ar.

Hablan de al menos siete asesinatos en el barrio en sólo dos años. El único detenido es Martín Santoro. La justicia lo procesó por “homicidio criminis causa”, es decir, por matar para ocultar el robo en al menos tres causas. Dos en el barrio y otra en Zavalla, a 30 kilómetros de Rosario.

Roberto se levanta a las 6.30 y antes de las 8 parte de su casa en Villa Gobernador Gálvez. Pasa por el Mercado de verduras y a las 9 abre el local, que lleva su nombre, Roberto. Está en la ochava oeste de Avenida Francia 2202. El hombre trabajó veinte años para el Sanatorio Parque y le vendió verduras y frutas a otros tantos sanatorios, restaurantes, servicios de catering, incluso a varios geriátricos. En los últimos seis meses sumó tres nuevos lugares para ancianos como clientes.

Roberto tiene casi 61 y unos rulos pequeños, entrecanos y ensortijados que esconden algunas entradas. Es delgado. Por el cuello de la remera azul a rayas le asoma una cadena de oro. No tiene cruz. Los ojos fatigados. Dice que llegó al barrio en 1975 y abrió la verdulería con un préstamo de un tío que vivía en Rosario.

—A mi me conoce toda la gente, ¿no te das cuenta? Hay una cosa que es una virtud muy grande: me quiere todo el mundo. Una vez me dijeron: a vos Roberto, la canción de Roberto Carlos, esa que dice “quiero tener un millón de amigos”, te queda corta. Y es así, eso me ha ayudado a vivir mucho. En serio te digo, no amigos que te palmeen, amigos en las malas.

Roberto asegura que lo que lo mantiene en pie todos losdías es él mismo. Él es su fortaleza, su propia fuerza interior. “No hay nada mejor que el espíritu”, dice. El de él. El de Roberto, su único Dios. Cuenta que el barrio le sacó el cuero una vez. Hace doce años, cuando murió, de un paro, de repente, su mujer Lidia, la mamá de sus cuatro hijos. —En vez de tirarme en la cama, partido al medio de la tristeza, agrandé la verdulería, salí a buscar más trabajo para que los pibes laburen más, para que no piensen; para que no se metieran en nada –dice.

Pero esta vez es distinto. Los vecinos no hablan por detrás. Muchos directamente dejaron de ir a la verdulería y algunos hasta estamparon sus firmas para que padre e hijo se vayan del barrio una vez que la Justicia los vinculó con una la serie de crímenes cometidos a abuelos del barrio.

—Martín, pobrecito. Sí, es una víctima, pero él también tuvo culpa por pelotudo. Acá buscaron mil pruebas, no hay nada. Al pibe mío le metieron el perro. Y a mí me quieren destruir. Yo soy el tipo más humilde que debe haber. Me rompo el que te dije hace 35 años sin parar. Mi hijo era el pelotudo que hacía los fletes y le pusieron las cosas para apuntarlo a él, porque se le venía la noche a esta gente–.

*

El viento acorraló a casi todas las hojas contra el frente al local comercial. Es un día de esos raros, casi 30 grados y todavía en agosto.

—Dicen que si hay luna llena y se ve, es imposible que llueva– dice una clienta que compró naranjas de ombligo.

Cristian y Federico Santoro fueron liberados el 26 de julio de 2010. Les dictaron la falta de mérito. El autoservicio de su propiedad se llama “Roberto”, igual que su padre y la verdulería histórica de la familia. Dos pizarrones pequeños escritos con tiza mojada ofertan: Papa dos kilos por $4, Tomate $4,50 el kilo. Afuera los parlantes de la computadora están al mango. Se escucha Calma Pueblo, de Calle 13. Adentro, el sonido más nítido es el de la máquina de cortar fiambres. El local está desierto. Una de las empleadas acomoda latas de conserva y repasa la mercadería con una Valerina. La otra, Carolina, registra algunos artículos en la computadora. La prende y la vuelve a apagar. Se come las uñas y se acomoda el arito de la nariz.

Carolina y el papi, Roberto, son los únicos que van a visitar a Martín. Él va los sábados y ella los martes y jueves que son sólo para mujeres. A Carolina se le hace muy larga la espera los fines de semana. Dice que lo extraña, que es el amor de su vida. Y que todas las semanas le prepara alguna comida.

—Le llevo de todo. Pollito relleno, carne con papas, budín de pan con crema. Tiene que verse el contenido y los tuppers deben ser transparentes.

A Carolina no le molesta ir de pollera para la requisa. Todo sea por verlo cuatro horas. Los martes en la visita higiénica puede estar a solas en un cuartucho que tiene mesa, cama, y baño. Sabe que desde que lo trasladaron al pabellón de los evangelistas, tiene sus beneficios. Ahí no lo toca nadie. Y también sabe, y se lamenta, que va para largo, que como mínimo falta un año para el juicio.

Se tiñe de caoba oscuro y su lacio perfecto no impide que se retoque las puntas a cada momento. Conserva las cejas finas depiladas y se acomoda las hebillitas para levantar su flequillo. Cuando sonríe, frunce los labios.

—Esto fue toda una guerra comercial. Esto lo armaron los de Las Mellizas. Y hasta organizaron los minipiquetes. Andá y pasá por ahí, está repleto de gente.

Entra una clienta que lleva mermelada y queso. La novia de Martín Santoro aclara que ahora es novia de él y que con Cristian, el hermano del medio, se peleó hace varios años.

—Bueno, más hago de madre. Él está muy mal. Y yo le pregunto al papi, yo le digo así a Roberto, por qué nos pasó esto. Nos quieren destruir.

Dice que la familia no aguanta más y que prácticamente viven en Villa Gobernador Gálvez, en la casa de Martín, porque acá los vecinos los denuncian por cualquier cosa.

—Ahora se la agarraron hasta con el perro, por ruidos molestos. Por el perrito que yo misma siempre saco a pasear.

*

Un chapón ondulado alivia del sol a las mujeres que llegan desde temprano. Son las 9 de la mañana del 16 de diciembre. Los bancos de cemento todavía no queman y sirven para esperar a las 12, hora en que pueden anotarse. Es día de visita femenina. Como es jueves, hay novias, madres, hijas y hermanas. Cerca de trescientas. La mayoría llega en los colectivos que paran en Ovidio Lagos, algunas en remises truchos y unas pocas en auto. Carolina lo hace en taxi. La requisa empieza a la una. A las seis de la tarde, todas afuera.

En el penal hay 517 presos distribuidos en diez pabellones. Dos contenedores para cien detenidos. Seis pabellones para civiles que están divididos de a dos: para los que ingresan, los “comunes” y los evangélicos. Y otros dos para uniformados.

El pastor los visita en horas de la tarde. Ellas saben que hay cierto privilegio. Quizás por eso todos los años cientos de detenidos se zambullen en las pelopinchos de distintos penales y comisarías para ser bautizados por el religioso. Se escuchan los cánticos de los presos. Parecen canciones de cancha, pero le hablan al señor Jehová.

*

Federico es el segundo de los hermanos Santoro. Tiene el cabello claro, lacio y en el ambiente del póquer se hace llamar “Bombita” Santoro. Con 33 años participó en varios torneos internacionales. Las fotografías de esas disputas que se encuentran en la web lo muestran concentrado, dubitativo, algo desprolijo y con aires de seductor. Hay muchas y para todos los gustos. Según la reseña del campeonato de Casilda: “El torneo arrancó finalmente a las 16:00; se batalló hasta la 1:30 de la mañana, mas de 9 horas de escaramuzas, los soldados de la mesa final fueron Seba D´pópolo, Federico Bombita Santoro, Claudio Lissi, Martín Bomba Santoro, Carlitos Pelado Torrillo, Alfredo Arguinzoniz, Leo Alverich, Juanqui y Andrés Seseloski. De ahí se fueron eliminando poco a poco, cada eliminación tuvo su anécdota, la de Martín Bomba, fue crónica de una muerte anunciada, pagó una subida con el par más chico, formó el doble y pagó un all-in con el otro chip líder que ya tenía formado el doble par pero con la carta más grande, en esa misma mano foldearon los dos jugadores que la ganaban (…)”

También se pueden leer algunas apostillas del campeonato del Casino de Rosario, el City Center Fall Cup 2010, que lo consagró en el cuarto lugar y la final del campeonato de póquer en Goya, que lo dejó en la novena posición.

Federico dice que no va a al casino, y que tampoco tiene deudas de plata.

—No es como se dijo por ahí. Que nosotros teníamos una mesa de juego en casa. Por dios. Frunce el ceño. Toma aire y sigue.

—No sé si será por envidia. Tengo cinco negocios, dos taxis. Qué, ¿ahora no se puede? Me querés decir de dónde sacaron que vendíamos motos robadas. Saca un puñado de papelitos que están en un bolsillo trasero

del pantalón. Busca sin suerte el papel que acredita la pertenencia

de sus vehículos.

—Cualquier persona que trabaja tiene algo. Mi viejo hace 35 años que labura, nunca se fue de vacaciones ni se tomó un feriado.

Desde que recuperó su libertad no para de trabajar. Baja y sube cajones para sus comercios y el de su padre, que está a doscientos metros, también sobre calle Francia. La Mercedes Benz, que acaban de devolverle del juzgado, está cargada de verduras de hoja y algunos cítricos.

Se resiste a hablar. Pero acepta un rato más de charla.

—Los primeros trece días no sabíamos bien por qué estábamos ahí detenidos. Primero en un calabozo sin agua y sin comida, después queriendo saber por qué no nos largaban si no tenían pruebas contra nosotros. No robamos ni matamos a nadie.

Mira para todos los costados, junta sus dedos en montoncito y levemente agachado exclama su inocencia.

—Mi hermano Martín dice que les compró los instrumentos que pertenecían a Savini para hacer un negocio. A mí me pueden dar vuelta toda mi vida, desde el pañal. Un santo no soy, pero tampoco un asesino. Igual, buscan, buscan, buscan y no encuentran nada. Los de la quinta querían chapear y ahora no tienen nada.

La justicia todavía tiene en su poder el celular de Federico. Él dice que sabía que estaba pinchado.

—Se cortaba a cada rato, aparecía una tercera persona hablando. Yo me cagaba de risa. Y yo lo único que hablé con Martín en esos días fue por la venta del auto, un Clío y un Gol míos que quería vender. Estaba peleado con mi hermano. Es grande mi hermano. Él labura con mi viejo. Habrá hecho alguna boludez, habrá comprado algo robado, pero salir a matar señoras, no creo.

*

El despacho no es muy amplio ni demasiado moderno. Está sobre uno de los pasillos principales de los tribunales provinciales de Rosario, un edificio de 1950 que ocupa toda la manzana a metros del Parque de la Independencia con entrada principal por avenida Pellegrini 2050. Tiene seis pisos: dos subsuelos, una planta baja y tres altas. Desde hace algunos años hay pequeños cubículos de madera con puertitas al lado de los pasillos. Hay quien dice que la administración arquitectónica obedece a cómo se imparte justicia: en los subsuelos, los detenidos; en la planta baja, los más pobres; en el primer y segundo piso, los juzgados; y en el último y más lujoso, la Corte. El palacio concentra todo el sistema de administración de la justicia: juzgados de primera instancia, cámaras de apelaciones, Corte Suprema de Justicia y los servicios auxiliares. La Oficina Judicial de Delitos No Individualizados, más conocida como Fiscalía de causas NN, es relativamente nueva. Apenas una década y concentra cerca de 45 mil causas por año. Hay expedientes cosidos apilados en el piso. Sus carátulas no tienen nombre.

—El porcentaje de causas resueltas es muy bajo, no llega al 5%–dice la fiscal hasta 2011, Viviana Cingolani, cincuenta y pico, rubia, alta y mediática.

Apenas se conocieron los asesinatos en el barrio, hizo declaraciones polémicas: recomendaba a los abuelos que no vivieran solos, ya que no había posibilidad de “protegerlos de la ola de violencia”.

Va y viene. Firma escritos, apaga el cigarrillo Virginia Slims mientras atiende a un comisario de la seccional décima. Viste un trajecito color marfil que resalta sus piernas largas. Se quita el aro colgante para atender el celular. Habla pausado, se sienta mientras hace lugar en el escritorio atiborrado de papeles y carpetas. Pregunta:

—¿Qué querés saber de los Santoro?

—Todo.

Dice que puede decir poco, que están en plena investigación, que ella no tiene más ingerencia en los casos. Cuando aparecen los imputados, las causas pasan a otra fiscalía. Concede algo: dice que intentará indagar uno de los aspectos que aun no se trató en el caso de “los verduleros”: el patrimonio de los miembros de la familia.

—Creemos que tienen, seis autos, un edificio en construcción, dos chapas de taxis. Pero para eso, para ver sus cuentas bancarias, se necesita orden judicial. Yo no tengo esa facultad.

Es casi la una del mediodía. Se acerca –desde la oficina contigua– Daniel Corbellini, su “hombre de confianza, un verdadero respaldo”. Corbellini fue durante años el jefe de la división Homicidios de la policía santafesina en Rosario. El hombre lleva el arma reglamentaria en un extremo debajo de la cintura y en el otro, el celular.

Tiene el cutis trigueño y el pelo fuerte y negro. Alguien comenta que es parecido a Andy García. Él se ríe. Sabe que está castigado por diferencias con el jefe máximo de la policía santafesina.

—No se olvide de llevarse el libro– le dice Corbellini a la fiscal.

La mujer tiene un ejemplar de La Bonaerense, de Ricardo Ragendorfer, sobre la mesa. Lo hojea hasta descubrir varias marcas y anotaciones de su dueño. Se ríe. El libro cuenta la trama de una institución plagada de efectivos mal equipados, mal pagos, pero, sobre todo, mal reclutados y peor instruidos. La Bonaerense, quizás como ocurre con La Santafesina, convirtió algunas de sus tareas habituales en parte de un sistema perverso de sobrevivencia: capitalistas de juego y comerciantes irregulares pagan un canon para seguir existiendo. Incluso antes de la reforma del Código de Faltas, las prostitutas sufrían la extorsión. El libro dice, además, que todos los poderes de la sociedad conocen esta situación y la consienten.

–¿Y entonces, de los verduleros no hay nada? ¿Son unos perejiles como dijo Roberto Santoro?

–El padre es el jefe de todo. Los pisó toda la vida y me enferma. Este caso me enferma. Ya me los voy a volver a cruzar. Son unos psicópatas. Están enfermos. ¿Alguien indagó por ese lado? –dice un colaborador de la fiscal.

Se hace un silencio prolongado. La oficina de casos NN va quedando desierta.

Cingolani abre parte de los expedientes. Hay mapas del barrio y fotografías de los imputados. Hay fichas y flechas de colores que se hicieron para cruzar los casos. Excepto el de José Savini 74, que ocurrió en Zavalla (13.5.10), las siete víctimas pertenecen a una misma jurisdicción. Ocurrieron en el último año: María Inés Gómez, 78 (14.1.09) en el pasaje Coffin 3068, Alfredo Ciro Nazurdi, 78 (8.1.10) en Moreno 2135, Concepción Lavore 73 (19.2.10) en Suipacha 2124, Luis Herrera (13.4.10), Susana García 75 (27.5.10), Olga Osello, 88 (2.6.10) en Viamonte 1520, Nora Pívori, 70 (13.7.10) Rodríguez 2600. Todos asesinados con armas blancas y/o asfixia. Todos con un aparente conocimiento de su/sus agresores por la ausencia de puertas forzadas. Todos con fines de robo en la zona de la comisaría 5ª de Rosario.

*

En el primer piso del edificio de Tribunales deambulan abogadas con tacos altos. Son las 8.30 de la mañana y todas van apuradas por los pasillos. Ellos también. Arrastran esas valijas con rueditas tipo Sansonite llenas de expedientes. El sol apenas se cuela por las rendijas de las ventanas que dan a calle Moreno. En la mesa de entradas del Juzgado de Instrucción N°5, a cargo de María Luisa Pérez Vara, hay un empleado joven, no llega a los 25. La jueza tiene a cargo gran parte de las causas que involucran a los hermanos Santoro.

Oscar Trueno, es el secretario del juzgado. Un hombre corpulento, de unos cincuenta años, barba candado y algo calvo. Sin levantarse de la silla junta unos expedientes.

–No sé cómo se enteró pero Santoro, qué es el único detenido, no va a declarar ahora. Quizás en unas horas– dice jugueteando con su lapicera Montblanc.

Atrás aparece desde la oficina contigua un joven escoltado por un policía. Tiene la cabeza gacha y camina despacio, algo encorvado. Es alto, quizás un metro ochenta y algo. Tiene la misma remera negra percudida que tenía el día que le pintaron los dedos. Y el jean holgado lo hace parecer más lánguido. Está esposado. Es Martín Santoro. Gira la cabeza por unos segundos y traspasa la puerta. Desaparece.

–La ampliación de indagatoria tiene como objetivo establecer si hay más personas involucradas. No pudo haber actuado solo.

Existe un grado de sospecha importante de que hay más personas involucradas– dice Trueno que es muy escueto en sus respuestas y sólo explica que podría haber nuevos allanamientos y detenciones relacionados con una de las causas.

–Mirá querida, tengo poco tiempo– dice y atiende su celular. Se levanta, cuelga un papel con números telefónicos en la planchuela de corcho y sale del despacho.

La salida es próxima, pero antes de levantar la mano para saludar, tropieza con las patas de una silla. La misma donde permanece sentado Martín Santoro, a la espera de la indagatoria.

Aunque el policía que lo custodia franquea un acercamiento a Martín, para hablar con él hay que pedir permiso al abogado, que por cierto nunca accedió a que su defendido hablara con la prensa.

El muchacho sigue sentado, con las muñecas esposadas y apoyadas en la entrepierna. Vuelve a levantar la mirada. Tiene el maxilar inferior desproporcionado con respecto al resto de los rasgos. Y su cara,  como un susto detenido y pálido, se hace más amigable.

*

La casa de Alicia P. está a dos cuadras de la verdulería de Roberto Santoro. No es de las típicas en el barrio, es más bien modesta. En el comedor hay una mesa grande con un florero sin flores, muchos diarios apilados sobre muebles viejos, sobre una escalera de madera. No entra luz por ningún lado y huele a encierro. Alicia P., tiene 54 años, ya no ceba mate ni barre en la verdulería. A veces maneja un remise y se hace unos pesos vendiendo cartones y papel de diario. No lo cuenta pero es cocinera de Gótika, el boliche gay de Mitre 1539, cerca de la Zona Roja del centro rosarino y en donde varios años atrás funcionó una sinagoga. Trabaja allí los fines de semana.

Por eso arreglaba con Natalia L., 29 años, para que cuidara a su madre cuando no estaba. Ella solía comer ahí, bañarse, quedarse de charla. Hoy no se hablan. Natalia acaba de ser mamá y también pasó más de un mes detenida acusada de cómplice en los homidicios de Concepción Lavore y José Savini de Zavalla. Vivió en esa localidad varios años y su hermana Olga cuidó al hermano del locutor radial asesinado. De ahí que la pesquisa la detuvo. Incluso se la vinculó sentimentalmente con Martín Santoro, algo que ella niega.

También se dijo que le pagaba regularmente la cuota de 650 pesos del plan para el cero kilómetro. En su página de facebook, a Natalia se la ve feliz junto a su beba. También se muestra sonriente en una comida con Roberto, su patrón en la verdulería durante más de seis años.

–Mirá si en vez de encontrarme una libreta me encontraban los perfumes a mí. Eso no iba a pasar jamás. Yo uso perfume de hombre por mi condición sexual– dice Alicia P.

Sirve dos tazas de café que tiene listo desde hace rato. Salió de la prisión después de 40 días, acusada de ser cómplice de asesinato.

Se ríe mientras se toca reiteradamente su cabello cortito. Trae el diario del domingo en el que salió una nota sobre su liberación y se lamenta por esa fotografía que eligieron para la portada del matutino La Capital. El gesto de desquiciada junto a su perrito callejero no la favorece demasiado.

–Fue como una prueba que me pusieron en el camino. Yo lo tomo así. Sé que entré inocente y salí inocente. Pero mamá tiene 92 años y está postrada. A ella no le gustó nada lo que pasó.

Martín y Federico, los dos hermanos mayores, y su padre Roberto, eran “no amigos, sino buenos conocidos” desde hace hacía años. Comían asados, charlaban, y hasta tenían llave de su casa porque Federico guardaba la moto en el garage.

Le dictaron la falta de mérito, luego de no encontrar pruebas suficientes para acusarla de encubridora. En la última página de su libreta de anotaciones encontraron un escrito. “156182461 Suipacha 2124 4329621 (LA CHICA DE LA VERDULERIA)”. Es la dirección y el teléfono de Concepción Labore, una de las ancianas asesinadas en el barrio, que fue encontrada es estado avanzado de descomposición el 19 de febrero. Incluso existen cruces de llamados entrantes y salientes desde la casa de la anciana y de Alicia. Desde fines de diciembre de 2009 hasta los primeros días de febrero de 2010.

Recién cuatro meses después de los allanamientos se le realizó una pericia caligráfica para compararla con los escritos de su agenda y dio resultado negativo.

*

Luego de la detención de los hermanos, los vecinos pusieron varios pasacalles que piden “Justicia para Susana” y siguen reuniéndose los primeros martes de cada mes a las nueve de la noche en el Club Nueva Aurora, de calle Riobamba 2970. Algunos dicen que “está corriendo mucho dinero para silenciar esta causa que puede hacer rodar muchas cabezas”.

Enérgico. La voz de Jorge Eldo Juárez –ex juez y funcionario de Héctor Cavallero en la intendencia– levanta decibeles a medida que van llegando más medios de comunicación. Hay dos canales en vivo, y otros periodistas realizando notas para radios y varios diarios. Es una nueva movilización de los vecinos del bario Parque, que piden por la creación de un destacamento policial y celeridad en el esclarecimiento por los siete crímenes del último tiempo, tres de ellos vinculados a los hermanos Santoro. La cita se da como en los últimos meses en la puerta del Club social Nueva Aurora, un lugar de encuentro de la vecindad. —Es demasiado grave lo que pasó y no queremos que nos siga pasando–. Hay caras de preocupación

y angustia. A medida que avanza en el discurso, se le enrojece la cara.

—Acá no vamos a quemar cubiertas ni el destacamento, pero sí creo que llegó el momento de efectivizar la respuesta. Señor gobernador, si sus funcionarios no dan respuestas, dénosla usted. ¡Justicia, justicia!– dice el ex juez.

La casa de Juárez, un coqueto chalet de dos plantas, está a una cuadra de donde mataron a Susana y a la vuelta de donde encontraron a Constanza Porota Lavore con una bolsa en la cabeza. Lo acompañan una mujer de cabello colorado, Judit, y el ingeniero Ripani. Despliegan todos los recortes sobre la mesa.

—Pensábamos que del parque de la Independencia venían barriendo, venía la gente, cruzaba nuestro barrio y sin algo premeditado veía algún descuido y ¡zaz!– dice Judit.

Pero ahora el miedo que sentía se mezcló con una sorpresa amenazante. Es que los implicados en la saga de crímenes que sacudió la tranquilidad del barrio son vecinos históricos que todos o casi todos los abuelos muertos vieron nacer.

—Eso era impensado. Quizá con una prevención anterior se hubiese evitado. Ya no es el mito de los pobres o desempleados que roban y matan. Acá nadie iba a suponer que eran nuestros vecinos de hace 30 años– dice Judit.

Juárez, dice que igual se veía venir cuando hace más de cinco años hicieron una red de teléfonos de la calle Riobamba. Estar atento a personas o situaciones sospechosas, era la recomendación.

Cuidarse del otro, el desconocido, el de afuera.

Pero hasta junio de 2010, nadie miraba con desconfianza o temor la cara de los hermanos verduleros.

—Es una lucha en defensa propia porque si alguno de los que soltaron son los culpables, nuestro cuello corre peligro– dice Judit y aclara que “si no salían a parar esto se incendiaba el barrio”. “Ojalá que pasen unos meses y no quede como que este barrio de casas lindas quiere represión. No queremos eso de ninguna manera”, dice la mujer pero remarca que a los verduleros los quieren lejos, y a Martín, el único preso no lo quieren volver a ver.

*

Martín Santoro se levantó exaltado. Había decidido hablar. Su abogado, el penalista Raúl Superti, hermano del ex ministro de Justicia de la provincia de Santa Fe, le dio el ok. El mayor de los verduleros quiso tras cinco días de silencio. El juzgado envió al secretario a la alcaidía y Martín Santoro se quebró.

En minutos, Oscar Trueno dispuso de varios vehículos oficiales y montó un operativo que firmó la jueza Pérez Vara. Desde el asiento trasero de uno de los autos, Martín señaló al menos tres lugares donde habían actuado y donde se guardaban armas y se reducía los botines. En barrio Tablada, en dos viviendas, en el supermercado Quico, propiedad de un ex empleado de Roberto, y en un aguantadero de zona sudoeste, se secuestraron una Yamaha YBR125, tres televisores de plasma, un par de heladeras, freezers Gafa y otros electrodomésticos. En esos sitios fueron capturados tres sospechosos: José Antonio Marotto, de 33 años; y Matías Alberto Massoni y Carlos Colombini, ambos de 24. Otros dos imputados aun permanecen prófugos: Pablo Rojas y el policía Víctor Vargas.

En los lugares señalados por Martín se encontraron municiones de arma de guerra, balanzas de precisión y toda la parafernalia que se usa para cortar drogas.

A los pocos días Marotto y Massoni fueron procesados por encubrimiento agravado. En un mes quedaron libres. Se los acusó de robo y se investigaron otros hechos que podrían tener conexión con los imputados. Como el caso de los Vallontier. Una finca en la zona rural de Uriburu y Circunvalación que fue asaltada el 24 de abril de 2010. Allí estaba la nieta del propietario, novia de Martín Santoro en aquel año. ¿Santoro víctima de un robo? Los investigadores no se la creyeron. Los maleantes habían llegado a la finca en un utilitario similar al que le había incautado la Justicia a Martín. El botín: 200 mil dólares que los Vallontier habían cobrado tras vender un campo.

* FLORENCIA COLL. Nació en Rosario en 1978. Estudió Comunicación Social (Universidad Nacional de Rosario). Colaboradora de la revista Una Mano, publicación de la mutual de la Asociación Médica de Rosario. Fue corresponsal del diario Perfil. Condujo documentales para la televisión Señal Santa Fe. Trabajó como movilera de Radio Dos de Rosario-AM 1230. Actualmente trabaja en Radio Universidad de Rosario 103.3 y como cronista en los noticieros de Somos Rosario, el canal local de Cablevisión.

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